El hombre se armó de paciencia. Vestido muy correctamente. Con anteojos. Sin señales que despertaran la sospechas de quienes lo rodeaban en el bar. Se paró durante varios minutos antes de hacer lo que haría. Se quedó una eternidad en el medio del salón: nadie le diría nada. Tal vez por su aspecto, los mozos ni siquiera repararon en él. El bar ubicado en Mendoza y Laprida tenía el ritmo de una mañana cualquiera. Gente que entraba y salía y mozos que van y vienen, llevando y trayendo pedidos. Nadie lo ve. Sólo la cámara que lo filma.
Mientras se quedaba en el lugar relojeó las mesas, quienes estaban sentados en ellas, las posibles víctimas. Una vez que divisó la mesa, que la tuvo en la mira, sólo esperó el momento propicio. Tranquilo, seguro, confiado, se acercó a la mesa para llevarse una cartera colgada sobre el respaldar de una silla. Así de simple y fácil. Un nuevo modus operandi hace estragos en los bares de la ciudad.
