Peregrinaje del no creyente: viaje al lugar donde empezó todo

Publicado el: 13 mayo, 2022

Por Sergio Silva Velázquez

La vida es mejor con ellos. Lo juran paranoicos, freaks, atormentados al borde del fin: uno puede sobrellevar la existencia con ellos. Hace relativamente poco leí la mejor definición que se hizo del fenómeno. “Que gran regalo de la vida son Los Beatles”, tuiteó el argentino Daniel Molina, @rayovirtual, crítico de arte, como bandera y panfleto en ese micro mundo plagado de verdades y mentiras a medias que es Twitter. Un regalo. Como un hijo para quienes lo tienen. O ese alguien que amas, con la vital diferencia de que no te abandonará nunca. Un regalo de la vida. ¿Hay una manera mejor de decirlo? Posiblemente muchos se hayan devanado los sesos. No hay ninguna mejor. Lo sostengo mientras escucho una canción cualquiera con ese sentimiento que nos estruja el corazón. Porque sí, porque pueden ser también eso. Al menos para mí: un hoyo en el corazón. Una penetración inconsciente que lastima y te escarba lo más recóndito. Porque ya no eres más lo que fuiste. Porque ya nada es como era entonces.

Empiezo a confirmarlo frente a The Casbah, en el 8 Hayman’s Green, Liverpool L12 7JG, y procuro imaginar el nuevo sonido perfeccionado en Alemania. Ese que se escuchó en la fiesta del 17 de diciembre de 1960.

Interior de The Casbah

Aprendiendo de los grandes del Rock. Caso: The Beatles en «The Casbah Coffee Club» | El Club Del Rock

Unos minutos más y ya estoy dentro para ver el techo estrellado pintado por John Winston Lennon: una afirmación que puede ser mentira para un no creyente-claro que sí- pero la mano ejecutora, que pudo haber sido la de cualquiera, hace la diferencia y de pronto, ese techo que miras es un tesoro invaluable que se deja admirar conforme ese sentimiento recóndito te apuñala el corazón. Estoy en el lugar. Uno que es lo equivalente a Tierra Santa para un creyente. Representa la regresión a mi infancia y mi temprana adolescencia. Mi primera lectura “seria” además de El Hombre Mediocre, de José Ingenieros, fue Shout, la rigurosa biografía de Philip Norman. Un regalo de mi padre. Una de las mejores cosas que hizo por mi educación. Shout está enfocado especialmente en estos rincones que hoy examino por mi cuenta, conteniendo la respiración, sin querer casi emitir un aliento que rompa el sortilegio que nos cautiva a las seis personas en el lugar. Siete, si cuento a Sandra, la guía. Un tour personalizado nos prometía. Cumplió. Miro de reojo a Fernanda, presa del hechizo: el alma en vilo y los ojos bien abiertos. Examinamos las reliquias de un fenómeno que definió el curso de la cultura occidental y nos emociona. Puede que sea de esas cosas únicas que nos han emocionado juntos.

Hay dos músicos españoles que contemplan mudos el ambiente pequeño, claustrofóbico, procurando asumir que los héroes estuvieron entre estas cuatro paredes junto con sus discípulos y eventuales testigos de cómo se escribía la historia. Hay cosas levantadas, restauradas. Las paredes han sido adornadas con fotografías de los reverendos que nos remontan a esos tiempos que no volverán. O pretenden hacerlo. La biografía de Norman a mí me sirve para eso. Me remonta a una página entre las primeras cien donde he leído la historia, al menos, una veintena de veces. Lo prueban las páginas sucias de mi volumen aún visible en la biblioteca. Aún en estos tiempos de webs y redes sociales, esas páginas significan demasiado para mí para intentar entenderlo: cómo unos chicos en este lugar pudieron hacer una revolución musical, cultural y social. Por qué ellos y no otros. Cómo predeterminaron una época que todavía proyecta sus soles. Cómo pudieron. Cómo un destino atravesó a cada uno de los protagonistas. Uno se ve obligado a creer un poco cuando conoce las articulaciones de la historia. ¿La mano de Dios estuvo posada en este lugar? Si es para creer en las cosas buenas, he de admitir que sí.

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Los ojos van saltando de aquí para allá. Quitando el piano, que no puede asumirse como original-digo yo, en mi inquebrantable racionalidad-este sitio, que perteneció a la familia de Pete Best, el primer baterista, estuvo cerrado durante treinta años.

¿Puede ser cierto? Que Pete estaba deprimido. Que a su familia no se le ocurrió hacer nada durante tanto tiempo desde 1962. Que Mona Best era una mujer terca para poner en vereda a cada uno, en especial, al dúo creador, vanidoso e inconsciente, como cuando se negó al reclamo por 15 peniques de la actuación de una noche. Sí, Mc Carney y Lennon. Sólo ellos. Bien por Mona. Que mujer debió haber sido. Cuanta autoridad debió haber emanado de su figura. Tanta para hacer que Neil Aspinal, uno de los amigos del grupo, futuro chofer de la banda y el mejor de su hijo Pete, se volviera loco por ella. Para mantener un adulterio oculto y producto de esa relación naciera un hijo, hermanastro del desgraciado de esta historia que, con el tiempo, conocería la verdad humillante. Pete, amigo querido, pobre; no hay nadie que conozca que haya tenido tanta mala suerte en la vida. Pobre. La fuerza hacedora ha pasado a tu lado sin salpicarte, siquiera, un poquito. Como si los que escribieron la historia te hubieran maldecido eternamente. En los 90, se anunció un concierto en el Teatro Opera de Buenos Aires que Pete Best debió cancelar por la escasa venta de las entradas. Dios no ha sido muy bueno a lo largo de la historia, sugiere Saramago, en El Evangelio Según Jesucristo.

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La vida no es vida sin ellos. Entre estas piedras, donde fue construido este sitio que significa para muchos lo que la casa de la Virgen María en Turquía podría representar para mi tía Tita- la persona más creyente que conozco-se respira eso que pasó en aquel momento.

Pero yo nunca he sido un hombre de fe. Necesito pruebas. Vengo a buscarlas aquí pese a que algo me dice que sí, que debió ser verdad. Que estuvo cerrado durante todo ese período mientras afuera se hacía la revolución. Como un bunker antinuclear, a salvo de la radiación que se apoderaba de las almas de una generación. Que fue tierra sagrada a salvo de saqueadores durante décadas. Que a nadie se le haya ocurrido, me desconcierta. Los ojos repasan las paredes: no es momento de selfies sino de procurar atrapar la atmósfera, en caso de que todavía exista. Pero no tiene caso. No percibo la vibra. Me quedo vacío otra vez mientras escucho a la mujer decir tal o cual dato que ya sé de memoria. Me sé la historia de atrás hacia adelante y viceversa y no hay nada de lo que diga que pueda sorprenderme. Percibo la angustia de no encontrar la piedra que pruebe que estoy en el sitio correcto. Repaso esas paredes restauradas con fotografías que he visto –con excepción de los retratos de la familia Best que son muy buenos-hasta que encuentro la prueba.

Sí. Eso es lo que venía a buscar. Enmarcadas en fotografías, con un simple vidrio, hay tres notas escritas de puño y letra. Las letras diferentes entre sí, describen cada una, la autobiografía individual.

Es lo que podría escribir cualquier chico de 20 años y uno de 17. Sus gustos, aspiraciones y lo que fueron antes de convertirse en lo que serán. Es una cita apenas de su periplo por el Kaiserkeller; la calle Reeperbahn –donde se erigen hoy las cuatro figuras en una plaza-como resumen de las tropelías en Hamburgo. Ahí está. Es todo lo que necesito. Mi conexión definitiva con el sitio. Y entonces yo, que soy tan incrédulo como Tomás, me convenzo de que este es un templo que debe ser respetado y venerado. Que Dios debió haber posado su mano sobre este lugar.

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Los Beatles no se parecían a nadie que hubiera tocado en The Cavern. Un periodista lo afirma, el 9 de febrero de 1961, como un testigo intruso, a  la mitad de la segunda entrada, justo antes de que todo explotara. Que nada antes visto podía comparárseles. Que no existía alguien como ellos en ningún lugar de las islas británicas en ese momento. Nada aproximado al sonido adictivo emitido esa tarde de febrero de 1961, en ese reducto soporífero del número 10 de Mathew Street. Que todos siguieron la pulsión que brotaría de allí, como un puro manantial del que beberían generaciones de músicos. Ahí está escrito y uno debe creer: “Actuaron en 292 shows”.

Solo los testigos de esas presentaciones pueden decir exactamente qué fue lo que sucedió y qué sintieron. Estoy en el sitio exacto donde cayó el napalm. No se puede reconstruir su olor como le hubiera gustado al Teniente coronel Kilgore, aspirar lo rancio del sudor de las paredes refregadas por las niñas que gritaban por sus ídolos transpirados. Este un sitio reconstruido. Donde Sir Paul volvió mucho después, como lo ilustra una fotografía: “El regreso de Maca”.

Lo que antes existió es un misterio indescifrable. Incomprensible como lo fue el acto que tuvo lugar dentro del Santo Sepulcro. Ese misterio se fue a pique el día que demolieron este rincón –ubicado en rigor algunos metros más delante de esta “réplica exacta” -que los turistas visitan en una especie de plan Disney a la caza de trofeos pintados con mal gusto. No está aquí el moho de las paredes, las infinitas secreciones del baño atestado, el grito seudo gutural replicado hacia otras latitudes desde esta pila bautismal. La energía lanzada desde el minúsculo escenario por estos adolescentes de aspecto obsceno, vestidos de cuero negro, que rezuman emoción, intensidad y vibra inmediata, desdibujados en el vaho del aire irrespirable.

Acaban de regresar de Hamburgo y en ellos todo es emocionante, diferente e intoxicante. Lo dicen los movimientos sincopados de los presentes, imantados por las sacudidas de las cuatro cabezas. Todavía falta para llegar al sábado 28 de octubre de 1961, el día en que el adolescente Raymond Jones entró en la tienda de discos de NEMS, propiedad de un tal Brian Epstein, preguntando por el disco “My Bonnie”. La razón para que el burgués Epstein se sumerja en el sótano, el 9 de noviembre de 1961. Quizás el tal Jones fuera el ángel anunciador. No hay manera de probarlo. No hay arca posible que pueda transportar la jungla que pululó por este antro, ni máquina que pueda encapsular eso que pasó en este lugar. Entonces ¿qué hago aquí? El tiempo se ha llevado todo, dejando una barra con tragos alusivos, un escaparate con prendedores, discos, réplicas en miniatura de instrumentos, lateríos, remeras, tazas que llevan mal pegadas el nombre-nadie puede replicar el nombre The Cavern en el mundo ni vender supuestamente nada alusivo – del sitio que cientos de músicos visitaron como templo.

Un nombre impreso que se despegará inexorablemente del objeto que se compra, tal como mi hermano lo comprobará con el tiempo. Una chapa alusiva donde se replica el programa de noviembre de 1961 que adquirí por 20 libras. Nada más. No se puede replicar el pésimo sonido del bajo de Stuart Sutcliffe que debió detestar Mc Cartney, ni la batería cumplidora de Best, atrapado en su jopo para siempre. Nada puede ser como entonces. Ni el sonido que destetaba las primeras colaboraciones McCartney-Lennon, antes de quedar eternizada la firma Lennon-Mc Cartney, tras un ataque de celos del primero. Uno y otro. Ambos. Guerra de egos enormes, cargando su propia sombra. Que Harrison era mejor no es cierto. No podía serlo a pesar del grandísimo artista que George fue, en medio de esas prodigiosas cabezas de medusa, portadoras de una antena que captaba todo para una retransmisión que arrasaría con todo a su paso. En 1961, la imagen los muestra distantes, en un parate de un show que está a punto de recomenzar. Uno y otro parecen no darse cuenta del viaje a la eternidad que están a punto de emprender. En 1966, Timothy Leary, promotor del LSD durante aquella década mágica, los definió tan desconcertado como Don Draper, el protagonista misterioso de la serie Mad Men, tras escuchar “Tomorrow Never Knows”: “Declaro que los Beatles son mutantes. Prototipos de agentes evolutivos enviados por Dios, dotados de un misterioso poder para crear una nueva especie humana, una joven raza de hombres libres que se ríen”. En 1961, apenas cinco años antes de Revolver, cada uno seguía viviendo en las casas de sus familias. Piensen solo en eso.

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Liverpool no es una ciudad precisamente pequeña para quienes venimos de San Miguel de Tucumán. Hay que andar bastante para llegar a Woolton, considerado aún hoy como un suburbio. Andar el camino que Mc Cartney hacía en bicicleta para ir a Mendips para ver a su socio, es toda una experiencia. Contra lo que hubiera deseado cualquier fan del Working Class Hero, la casa del Lennon adolescente es vistosa y no se compara a las de sus compañeros de ruta. Los ventanales “octogonales” trazados por unos tonos rosas ridículos, lucen igual a las fotos que he visto en mi libro de Norman. Dan ganas de tocar el vidrio de no ser porque lo prohíbe el señor que representa al National Bank Trust, que ha comprado la propiedad –a Yoko, ¿a quién sino?-para exhibirla a los visitantes.

Los fanáticos pagan sus buenas libras para atravesar el portoncito que ha abierto este señor para nosotros. Quienes no pueden hacerlo, se quedan del otro lado y ensayan enésimas fotografías de la fachada. Nosotros vamos a entrar de la manera en que los dos amigos menores del chico que vivió aquí lo hacían.

No por la puerta principal sino por el acceso de atrás, tal como lo ordenaba la tía Mimí y como nos indica este señor. Tal vez sea para no turbar su alma arrepentida. “No llegarás a nada con esa guitarra”, le dijo, más de una vez, a su errático sobrino. Tal vez por eso, no hay en la tierra hoy mejor persona que este sujeto para custodiar la casa. Es un hombre entrado en años, que adopta un tono riguroso que destila respeto y un inglés pedante al mismo tiempo: una desilusión más para el fan que busca señales del John gamberro que supo sacar canas verdes a la tía Mimí. Ya conocen la historia. Mimí podría confiar en este inglés del National Trust Bank que cuida de este recinto como si fuera Fort Knox. Parece mentira que a través de una de esas ventanitas que veo arriba, se apareciera Mimí, en los días que siguieron al 8 de diciembre de 1980, fecha en que cada quien sabe dónde estuvo: yo con mi mamá y mi papá, en el living de mi casa de José Manuel Estrada 738, San Miguel de Tucumán, mirando la placa en blanco y negro que anunciaba la muerte del señor que vivió en esta casa. Recuerdo que mi madre se tapó la boca por la sorpresa y mi padre abrió los ojos grandes, sin yo sospechar porqué. Que la rigurosa Mimí dejara entrar a las personas que se aparecían en el 251 Menlove Avenue –como ahora se quedan afuera si no pagan- debió haber sido toda una aventura: una especie de dos por uno, si tenemos en cuenta que conocías también a la famosa Mimí. Que quienes contaron con esa suerte entraban también como lo hacemos nosotros, por la parte trasera, atravesando el jardín, por la puerta de la cocina para pasar un cuarto pequeñito de estar, donde hay una radio y se encontraban con la escalera que conduce a los pisos superiores. Que Mimí les dejara entrar en la habitación y hasta acostarse en la cama que hoy sólo podemos mirar a distancia, sin sacar fotografías. Que Mimí fuera mucho más permisiva que el señor del National Bank Trust debe ser algo tremendamente desolador para más de un fan, obligado a sacar la conclusión de que el sueño, efectivamente, terminó.

Queda una gorra del secundario y una corbata junto a una guitarra que Mimí combatió como pudo y una imagen de Brigitte Bardot sobre la cabecera de esa cama miserable.

La mujer ideal de Lennon presente en ese póster barato que no debió, claro, haber estado en aquellos días de adolescente. Quedan la libreta de calificaciones y unos dibujos del ingenioso alumno del Quarry Bank High School-hoy Calderstones School-, incluida la de un profesor satirizado, del que se habla en el libro de Norman. Todo se queda en la memoria de mi teléfono, como corresponde a un argentino de ley. El flemático del National Bank Trust debe estar loco si piensa que uno ha viajado 10.730 kilómetros sólo para escucharle hablar de una historia que me conozco de memoria.

Lo siguiente que me interesa de esta casa, tan exacta como la he imaginado, es el baño: ahí debe estar la bañadera donde pensaron que obtendrían una mejor acústica, si tocaban parados, todos juntos dentro. Y ahí está: con el debido cordón que impide- quien no se sentiría tentado- a meterse en ella. Mirando bien la habitación, puede que entraran tres. Mc Cartney ya se perfilaba como pionero con esos primeros experimentos. Su primer acto experimental fue en ese baño. Sólo hay que pensarlo un poco. Claro que me meto en la habitación y tomo la foto. Que el National Trust Bank lo disculpe. Los españoles que me acompañan me miran, sin animarse, pero envidiándome en secreto. También quisieran tener su copia. Son dos músicos que han crecido sacudidos como todos los de su generación, que dejaron crecer sus melenas ante la incomprensión de sus padres. “Fueron una sola vez a Madrid-el 2 de julio de 1965-pero no me dejaron ir”, acota uno, con un rictus de dolor. Lo entiendo. Todos sentimos ese dolor de saber que no estuvimos.  Al ir a la sala principal, tan a la manera de las casas inglesas, veo la chimenea donde empieza el video de Free as Bird, la canción póstuma, y la cámara que se mueve simulando el aleteo del alma inquieta que quiere salir de este sitio. Es el tedio propio de cualquier casa de Liverpool en 1957: mientras escuchamos banales anécdotas de los tíos de Lennon, uno los imagina tiesos como momias, sentados en el sofá de esta sala, destinados indefectiblemente al olvido, a contramarcha del insigne creador que se animó a salir de prisión.  A volar lejos de esta casa para encontrar la muerte al otro lado del océano. Es lo que ha quedado como reflexión de este sitio. Un lugar similar a la casa natal de Mozart en Salzburgo, la de Goethe en Frankfurt o la de Freud en Viena. A todas las he visitado sin esta pesada mochila. Ninguna me perforó el pecho como lo ha hecho este lugar en Mendips.

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La siguiente parada, que sigue un orden sucesivo que todo buen inglés respetaría, es la de Mc Cartney. Una casa a la que no ha vuelto Sir sino hasta hace 35 días atrás. Increíble. Lo dice con cara de haber visto un fantasma-siendo todo lo emotiva que un inglés puede llegar a ser-la señora que nos recibe. También del National Trust Bank. También con iguales advertencias a la del señor de Mendips. Cero fotografías, ya saben. Ingresamos a través de un pasillo por el que-al contrario de la casa de su socio-se va directamente a la sala principal. Allí está el primer elemento que lo diferencia de la triste sala de los Lennon: un piano que aporreó a gusto el propio Maca en el programa The Late Show del británico James Corden, apenas unas semanas antes. ¿Puede ser posible? Sí: ahí está el programa entero subido a You Tube para confirmarlo. Lamento no haberlo visto antes. Para tener perspectiva del sitio hay que ver como Mc Cartney se pasea sin emoción por estos cuartos mientras nos jeringuea una nostalgia de la que es imposible escapar. No puede escapar Corden, cuando lagrimea en su karaoke de Hey Jude con la leyenda en el auto. Drive My Car suena inevitable y nos conduce a esos tiempos que ya no existen. Nadie puede escapar de la trampa. Otra vez, el agujero en el pecho. “Es el poder de la música”, atina a decir Sir, paseándose cuarto por cuarto: primero, por una sala que funciona como conexión con la cocina.

Allí hay fotografías que permiten la interfaz con el pasado: han sido tomadas por Mike, su hermano, fotógrafo de profesión, probablemente, el más famoso de Liverpool. Una placa muestra al revolucionario bajista colgándose de un caño que está ahí: lo puedes tocar, como el árbol que conservaron de los tiempos del Paul veinteañero, convertido ya en un beatle.

Pero hay una foto que se destaca por sobre el resto: muestra al dúo insigne, en plena concentración, con sus instrumentos en mano. ¿Están componiendo? Lo dice la guía: están al final de una canción que ensayaron aquel día.  Tanta precisión inglesa, a veces es mala. Sabotea el sueño. A veces es mejor imaginar: mezclarse con la magia que te arremete y te lleva puesto en un sitio como este. Un bombín “Chaplin” aparece junto a una fotografía en blanco y negro de Mc Cartney. Lo lleva puesto en pleno inicio de la beatlemanía. Es otra foto antigua de Mike. No se duda: tomo el sombrero y, claro que me lo pongo, de la forma en lo ha hecho el compositor de rock más influyente de todos los tiempos. Un sacrilegio imposible de hacer en el Louvre.  En instantes como este, es mejor ser audaz para intentar flotar en la magia. Para sentir la vibra de tu corazón. Por esta vez, Santo Tomás tocará la llaga e imaginará que se trata del mismo sombrero de la fotografía.

La solemnidad inglesa regresa cuando vemos el montaje que el National Trust Bank ha hecho de la cocina de los Mc Cartney: un cuarto reproducido ridículamente, con engañosos pocillos de té y demás ustensillos que uno debe asumir iguales a los que se ven en una foto en blanco y negro, donde aparecen los hermanos Mike y Paul. Otra vez la artificialidad al servicio del cliente: ¿No es ese otro acto de sacrilegio peor al mío con el sombrero? Salgo de ahí y sigo una escalera hasta otro espacio íntimo. El dormitorio del adolescente Paul. Un soplido aparece al entrar al cuarto donde la impostación ha dejado colocada, estratégicamente, una guitarra junto a otras chucherías de cualquier adolescente en 1957. El baño donde se encerraba a experimentar, mucho más pequeño que el de Mendips, está junto a esta habitación que tiene una ventana a la calle. Una vista que no fue la primera del niño Paul: su madre, con ínfulas transferidas a su hijo, hizo que la familia se mudara del obrero barrio de Speke a este otro, que suponía una elevación social a la que aspiró antes de morir. En un hogar sin mujeres, a diferencia de su futuro compañero de ruta, Maca se las arregló bastante mejor que Lennon para seguir su instinto creador, sin mayores obstáculos y con bastante libertad.  He aquí, tal vez, la raíz de tan disímiles personalidades. La frontera que divide Yer Blues de Ob La di, Ob la da.

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Si Dios tuvo algo que ver, probablemente haya plantado su cara definitiva el  6 de julio de 1957; una fecha que aparece en el programa plastificado que leo como un escrito apostólico: Garden Fete St Peter’s Church Field. Saturday 6th July, 1957 at 3pm. La hora en que se pararon los relojes-similar al efecto del rayo que cayó en el reloj de la torre en Volver al Futuro-debió haber sido entre las 4-15 pm y las 5.45 pm, en el intervalo en el que se anuncian las dos actuaciones de The Quarry Men Skiffle Group.

Sobre una pared, una inscripción tallada en piedra indica que “The Quarry Men estaba conformado por Eric Griffihs, Colin Hanton, Rod Davies, John Lennon, Pete Shotton y Len Garry”. El programa indica que actuarán antes de las 8-0 pm cuando inicia el Grand Dance in the Church Hall, con la actuación en letras grandes de George Edwards Band y also-además- en letras más pequeñitas, por tercera vez, a The Quarry Men.

Es el 5 de Julio de 2018, cuando tomo la fotografía de ese programa que ha sido rescatado del tiempo, como si Marty McFly lo trajera a bordo del DeLorean.  Mañana se van a cumplir 61 años del encuentro. No hay fotografía del hecho que tuvo lugar allí pero sí una placa: In this hall on 6th July 1957 John & Paul First Met.  Y sigue: “En este salón en la tarde de ese 6 de julio, luego de la actuación de The Quarry Men;  Ivan Vaughan, que algunas veces tocaba en el grupo, presentó a su amigo Paul Mc Cartney a John Lennon”. También hay una cita de John:Ese fue el día, el día que conocí a Paul, y todo empezó a moverse”.

Es otro instante solemne del tour que iniciamos hace casi cuatro horas: cruzar la calle hasta la iglesia San Pedro donde el líder de la banda interpretó Be Bop A LulaCome And Go With Me y Maggie May. Y un individuo, un año menor, parado en un espacio, junto al cementerio donde se erige la tumba de Eleanor Rigby, mezclado entre el público y sorprendido porque el cantante “se inventaba las letras” se le ocurrió cruzar la calle después del show para conocerlo. Lennon le despertó el motivo suficiente para hacerlo. El azar puede ser sencillo y contundente a la vez. Uno se estremece, de solo pensarlo. Lo que hubiera pasado si tan solo se hubiese ido a su casa.  Tal vez Maca terminara enganchándose en alguna de las formaciones musicales que germinaban en Liverpool.

Agrupaciones que con el tiempo se convertirían en Gerry and the Peacemakers, The Remo Four, Dale Roberts & The Jaywalkers: The Blue Genes, Kingsize Taylor y los Dominós, por ejemplo. Todos grupos fabulosos, pero ninguno era, ni serían jamás Los Beatles.  Nada hubiese sido igual, con tan solo un nimio error de cálculo, diría el Doc Brown.  El azar – ¿Dios?-hizo que Ivan Vaughan, amigo de ambos, fuera una razón para la unión. Nietzche, que anunció la muerte de Dios, vivió bastante antes de este hecho que podría probar, definitivamente, lo contrario. Estuviera o no Dios de por medio, uno se percibió igual al otro. Los dos, sin madre. Uno con más habilidades naturales que el otro. Saber afinar una guitarra, algo que al otro lo dejó pasmado. Compartir el liderazgo no debió haber sido fácil para alguien como Lennon.  Sobre todo luego de que el desconocido demostrara su destreza tocando Twenty flight rock de Eddie Cochran con todos sus acordes precisos, ejecutados con la eximia zurda. Mucho tiempo después, todos se preguntarían lo mismo. Como estos dos individuos-cuatro posteriormente- existieron en el mismo tiempo y coincidieron en un mismo lugar. Un lugar como el oscuro Liverpool.  La decisión crucial llegaría semanas después y, al poco tiempo, también como una obra del magnífico azar, un chico modoso aunque estrafalario en su vestimenta, vecino de Mc Cartney, “un crío de 15 años”, como Lennon llegó a definirlo, se unió, inconcebiblemente, a la agrupación. Un tal George Harrison.

 

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Liverpool es una ciudad que podría representar el primer mundo para gente como nosotros. Venimos de la Argentina y de otros lugares de Latinoamérica. “Estoy preocupado porque no juega Cavani”, me dice el hombre de la pareja de uruguayos con quienes seguimos el peregrinaje.  Uruguay está a punto de ser eliminado por Francia en el mundial de Rusia, tal como sucedió con nosotros. Mientras nos escuchan, los  españoles no pueden aportar mucho al asunto. Han quedado fuera inesperadamente con Rusia en penales, cinco días atrás. Sólo quedan europeos en la competencia. Los ingleses están ilusionados: lo demuestran las banderas-blancas y con el rojo en cruz-colgadas en las ventanas del callejón en Speke.

También en la casa ilustre hay una. La ausencia de una plaqueta-a diferencia de las otras dos que ya vimos-no ha servido para frenar a los peregrinos que llegan aquí. La van se detiene justo en la esquina, donde el callejón se une a la otra calle mientras la guía en solemne protocolo invita a bajar con prudencia. El National Trust no ha comprado esta casa inmersa en un barrio de trabajadores que Vemos a unos chicos que-prolijamente ingleses- ni siquiera se despeinan mientras patean la número cinco con la camiseta. Ninguno se sorprende de nosotros. Ya saben que somos los enésimos invasores que vamos a ver la casa de siempre, que vamos a sacarle fotos, que vamos a hacer la clase de comentarios banales del frontispicio de la casita humilde. También saben que su propietaria ni siquiera se asomará por la ventana. Desde hace un tiempo, ha dejado de hacerlo. Antes, se molestaba muchísimo-con razón claro que sí-por los que hacían anteojeras y se atrevían a mirar adentro, procurando imaginar algo a través de las cortinas siempre cerradas. Los que posan sobre la puerta y se hacen una foto sonriente, tocando la puerta. Los que tocan la pared en busca de algo. Sí. Claro que quieren tocar. Alguna vez la casa tuvo puertas negras y ahora son blancas. El niño que allí se crió no pudo mudarse como Mc Cartney pero consiguió el boleto a la posteridad posiblemente el día que tocó Raunchy para Lennon en el colectivo que los traía de regreso a Wooltoon, junto con Mc Cartney. “George please play Raunchy again”, le pidió su ex vecino y ahí nomás el muchacho peló la guitarra para tratar de sorprender al líder, tal como hoy podríamos sorprendernos nosotros. Es imposible predecir que un chico criado en un minúsculo y oscuro callejón como este llegaría a componer una cosa como  Within You Without You  a los 23 años:

 

We were talking, about the space between us all  Estuvimos hablando del espacio

And the people, who hide themselves                              entre nosotros y de la gente

behind a wall of illusion                                 que se esconde tras un muro de ilusión

Never glimpse the truth, then it’s far too late,   Sin jamás vislumbrar la verdad

when they pass away                                         cuando ya es demasiado tarde

¿Cómo pudo pasar? Otra de las preguntas que no se responderán nunca.  Los acordes de Here Comes The Sun –la magnificencia del sutil mellotrón del eximio quinto beatle George Martin-o la inmortal Something alimentaría la leyenda de este hombre callado, entregado a la devoción de recorrer los recodos del espíritu, que debió haber jugado tal como lo hacen los niños hoy en la calle, con una camiseta de la selección inglesa, que enfrenta en unos instantes a Colombia. Corren tras la pelota profiriendo exclamaciones anglosajones y vivas a sus modernos héroes personificados en Kane, su esperanza, sin saber que serán eliminados por Bélgica, en unos pocos días más. Como las flores que aparecen colgadas de las ventanas, prolijamente dispuestas en este callejón, George fue la orquídea que terminaría de germinar en la etapa final del cuarteto: desde Savoy Truffle; Long, Long Long;  For You Blue, I me Mine, por citar sólo, las de mi gusto personal, hasta aquellas composiciones donde dejó una huella memorable.  Desde el clasicazo My Sweet Lord-algo mucho más que un gran riff- hasta las composiciones brillantes y complejas como “All Things Must Pass”“Beware of Darkness”. Desde el hit ochentoso “Got My Mind Set on You” hasta las nostálgicas “All Those Years Ago” y  “When We Was Fab” tan obvias como trilladas, que planean sobre los retazos de la tristeza erigida en esta ciudad. Y es que la verdad por ser trillada, no deja de ser cierta. No sólo George sino también el resto-hasta el exitoso Mc Cartney-han dado muestras de su incapacidad de volar por su cuenta un poco más allá de la sombra que proyecta la legendaria organización a la que pertenecieron.

 

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 Sentimental Journey lleva la fotografía del edificio reconocible, que vemos justo en el ingreso de la calle que lleva a la casa del cuarto protagonista de la historia, el subvalorado. The Empress Pub, la fachada de ese edificio reconocible, está en Madryn Street  de Liverpool, a metros de la casa de Admiral Grove, donde creció Richard Starkey. El hombre que se quedó con el cuarto boleto, desplazando al miserable Pete Best vivió en una casita que vemos sólo a través de una barrera metálica atravesada en la calle. No hay mayores referencias en el lugar, al contrario de sus compañeros, y tal vez por eso el instante es aprovechado por Sandra, nuestra guía para soltarnos así como asá, que esta fue la zona donde probablemente Adolf Hitler vivió, cuando estuvo en Liverpool, tal como revelaron recientemente unos documentos desclasificados. El Fuhrer pasó unos cinco meses desde noviembre de 1912 hasta abril de 1913, en un piso que sería destruido por los bombarderos de la Luftwaffe durante la Segunda Guerra Mundial. Justo cuando nuestros héroes asomaban sus cabezas al mundo y a Lennon le pusieran Winston como segundo nombre. Después de admirar el edificio entero, advertimos que en la planta baja funciona un bar que tiene los ventanales luqueados con los mismos cuatro rostros.  Metiéndose por el callejón se llega a otra fachada bastante reconocible. Es la misma, sin duda, que se ha visto en el film A Hard Day’s Night en la que se ve a George en un auto, en el instante en que busca a Ringo,  que sale como puede de esta casa, claro, asediado por manos que le tiran del pelo, antes de meterse como puede en el vehículo para marcharse. La escena está en You Tube, búsquenla y de seguro sabrán de qué hablo. Al asomarse al ventanal, Sandra nos suelta la historia de que alrededor de una mesa, a metros de la chimenea que vemos, el bueno de Ringo pasaba sus tardes con sus tíos, antes de que el destino lo catapultara al más allá de su imaginación.

 

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Algunas noches, en Hamburgo, Alemania, se espera que las bandas toquen en el Top Ten Club o el Kaiserkeller o, si son lo suficientemente buenas, en el Star Club, durante siete horas, con solo un intervalo de diez minutos cada hora. Es junio de 1960: o al menos, imaginemos que lo es. Para eso sirve el Museo Beatle ubicado en Britannia Vaults, Albert Dock-una especie de Puerto Madero de Buenos Aires-de Liverpool, lugar elegido para erigir las obvias estatuas homenaje. El museo en cuestión alberga, además de las invaluables reliquias-como la primer guitarra de un quinceañero Harrison y la viola que Lennon usó aquella tarde del 6 de julio de 1957-, los espacios suficientes para transitar, a través de diferentes salas, por cada uno de los periodos que el mundo vivió de la mano de ellos.

Paul McCartney (izquierda), John Lennon (derecha) con Bob Wooler, DJ de Cavern Club, en el verano de 1961

Me ha llamado la atención la etapa que los ubica en Hamburgo, en 1961.  “Los Beatles  no eran tan buenos en ese momento”, diría más de un testigo de aquel proceso. De manera que ahí empezaron a ser poseídos por el ritmo y  a pulir el detalle que definiría el sonido Mersey. Liverpool se conocería-además de su muy respetable equipo de fútbol-por este sonido exportado.

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Caminar por Mathew Street con el Ipod en el que suena Abbey Road me ha parecido una experiencia por demás interesante. Una ocasión para sumergirse en lo secuencial de la obra –el legado que nos sobrevivirá  a todos-conforme sigo caminando. ¿Lo han pensado?  Como un disco como Please Please Me antecedió el sorprendente A Hard Day’s  Night: un acorde que sale de la nada precede todo lo que se escucharía por primera vez. Como la proliferación del fenómeno en tiempo fulminante-viajes, conciertos, presentaciones en la tv, compromisos- traspasó la diapasón de estos espíritus, cambiando sus personalidades. Como los hizo decir cositas del tipo “somos más conocidos que Jesús” o dejó a uno de ellos hundido en el resentimiento por la masificación, y sin embargo, nada hizo mella en la calidad creativa. Quienes hipnotizados con la perfección vocal y armónica de If a Feel o Baby’s In Black y aquellas composiciones vertiginosas y breves que el tiempo transformaría en clásicos antes de cerrar –y qué manera de cerrar un álbum en 1963- con I’ll be back. Allí están los comentarios de contemporáneos en  You Tube: “How did guys in their young 20’s write this? Unbelievable. Cómo el revolucionario Revólver dejó postrado meses en una cama a Brian Wilson tras escucharlo y adquirir consciencia de que su ambición de hacer de Pet Sounds el álbum que redefiniera el rumbo de la música pop en 1966, quedó hecho trizas. Cómo la troup de Jagger y Richards –los aún inoxidables Rolling Stones-se vio obligada a virar de dirección, desorientada con la fulgurante aparición de Sergeant Pepper’s Lonely Hearts Club Band  y tuvo que “pedir prestado” –una vez más-la estética del arte de tapa –entre otras cosas claro-para su álbum Their Satanic Majesties Request, lanzado indefectiblemente después. Unos marcaban el camino y los demás, sencillamente, tenían que seguirlo sin chistar.

Cómo un artista “único y original” como Hendrix dejó su blues y la experimentación de lado la noche que hizo la primer versión de Stg Pepper, 72 horas después de su lanzamiento -un verdadero tributo contemporáneo, algo inusual en una grey poblada de egos-, en un pub de Londres ubicado en diagonal a la galería de arte manejada por John Dumbar. Ese lugar en el que Lennon conoció a Yoko y la librería Indica, manejada por el mismo Dumbar, Barry Miles y Peter Asher, biógrafo posterior de Mc Cartney el segundo y hermano de la novia de Sir Paul, el tercero. En los Swinging Sixties todo tenía que ver con Los Beatles. Hartos de las giras, el culto dionisiaco y consciente de los espacios que la banda ocupaba, conquistaba, poseía y acumulaba a su paso demoledor, a Mc Cartney se le ocurrió que debían “inventar” un grupo que suplantara a los Beatles-un desdoble de ellos mismos-que se presentaría en sociedad aquel verano de 1967 como La banda del Club de Corazones Solitarios del Sargento Pimienta : por eso en la tapa, además de las destacadas personalidades, están ellos mismos representados con sus antiguos trajes. Fue como expidieron el acta de defunción de eso que ya no eran.

Escindirse de la beatlemanía les llevaría por caminos que los catapultaría al sitial de los artistas sin tiempo. Desde la soberbia de quitar de Stg. Pepper una obra maestra como Strawberry Fields Forever para lanzarlo como “sencillo” junto a Penny Lanne,  hasta la osadía de hacer el minimalista White Album con  un amplio registro estilístico, sin el menor acto colaborativo del dúo principal. Es decir, con pedazos de canciones individuales, retazos inconexos y goteos de brillante inspiración como Blackbird, Dear Prudence, Hapinnes is a Warn Gun o While My Guitar Gently Weeps junto con las icónicas Ob La Di Ob La Da y Back To the URSS, compuestas durante su experiencia en la India con el Maharishi Mahesh Yogi mientras la vida de Brian Epstein se apagaba en la soledad de su departamento. Para muchos, White Album, pese a lo desequilibrado en el todo de sus partes, es la mejor de sus producciones.  La audacia de cometer el “pecado” de composiciones breves e inacabadas en la India que luego brillarían como gemas propias en el medley de 17 minutos del lado B de Abbey Road, probablemente este sí, considerado casi por unanimidad, la mejor de sus producciones junto con Revolver. Y sin embargo, nada es comparable con el hecho de que sigan siendo incomparables con el paso de las décadas. Que a pesar de la irrupción mundial de tal magnífico artista que como instrumentista es “mucho más virtuoso cualquiera de ellos” o cual banda increíble que “son muchísimos mejores que los Beatles”, una vez retirada la ola, apagado el eco del augurio de los críticos, llega el silencio de la verdad más pura. La perspectiva pone todo en su lugar: la magnificencia de la sombra sobre todos y la certera  improbabilidad de ser destronados, por ahora. El por qué siguen sonando frescos como si su álbum tal o cual hubiese sido lanzado ayer mientras otros artistas se hunden en el fango de la desatención y el ignominioso olvido, es otro de esos misterios indescifrables. El por qué algunos jóvenes los escucharán como si se tratara de un nuevo descubrimiento, en un acto cercano a la revelación de una fe.

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 “Habrá lugares que recordaré toda mi vida, aunque algunos hayan cambiado unos para siempre, y no para bien, otros han desaparecido, otros permanecen”. La única canción que siempre fue motivo de discusión en cuanto a su autoría, es otra puñalada para el que está en este lugar, incluso sesenta años después. Suena In My life, en mi I pod mientras camino por los alrededores de Mathew Street. La letra original basada en una ruta de colectivo de Lennon nombrando sitios que veía al paso, incluyendo Strawberry Fields.  Luego me doy una vuelta por William Brown Street, donde está la mole del Liverpool World Museum, frente a la estación de trenes mientras el intermezzo de George Martín-esa maravilla que él compuso en timbre de clavecín de Bach-se posesiona por enésima vez del alma. Nos pasa lo mismo con las galimatías irreproducibles de  I`m Only Sleepling.

¿Cuántas veces hemos escuchado, suspendidos en el aire, ese pasaje perfecto que puso la vara del grupo por encima de cualquier cosa pop conocida? Como en  Eleanor Rigby, When I Sixty Four o Lucy in the Sy With Diamons, los entresijos de esas composiciones son imposibles de imaginar sin George Martín. Tal vez por eso, Sir Martin sea otro ángel anunciador-como Yoko uno exterminador- otro enviado del cielo, aunque las divinidades se enojen. Después caminamos por la zona donde quedan algunos lugares abiertos para comer una pizza y que, durante la madrugada, parecen abandonados. Europa tiene hábitos diferentes. Los lugares cierran indefectiblemente a una hora determinada y se extingue la noche. Procuro imaginar los sitios a los que In My Life se ancla desde la omnisciencia del sueño que ya terminó. Develar cuales son aquellos lugares que “aún permanecen” en la voz de Lennon es una tarea bastante difícil. Los que no han sido reformados han quedado como un sedimento que debes descubrir mientras recorres cualquier rincón de Liverpool.  Es tu conexión sin wifi. Me parece inconcebible hablar de los mismos sitios al bajar de la estación de tren para sumergirnos en la pintura de la actual Liverpool. La misma que cambió conforme los cuatro tipos metamorfoseados aniquilaban el mundo en múltiples pulsiones. Quedan retazos. La decisión de una joven española de dejar a sus padres para radicarse aquí sólo para dedicarse a hacer tours personalizados sobre el objeto de su culto, termina siendo algo natural. “Quise hacerlo y lo hice”, me dice de manera natural antes de contraatacarme “¿Y vos porqué estás aquí?”, sin que su argumento tenga chance de refutación. ¿Que sería sino seguir la vocación? Escuchará Hey Jude todos los días a la hora de hablar de tal cosa y Michelle cuando se adentre en tal otro detalle de la historia que explica a los turistas-nosotros-en el auto. El chofer que pone el mismo disco en determinado tramo del itinerario y que parece feliz mientras va cantando es otra cosa inconcebible.  ¿No será un acting? ¿No se cansará algún día? Fanáticos el chofer y la guía de algo que está embalado y ya no puede volver a transformarse por estar encapsulado definitivamente en el tiempo. ¿Es un trabajo perfecto? ¿Cuántas veces más podrá ser saqueado el tesoro? ¿Y si una vez se harta y descubre que se ha equivocado en la vida? Varias veces, Lennon y Mc Cartney lo pensaron.

El día se agota y el auto enfila a la zona oeste de la ciudad para consumar el ensayo de la enésima pose en otro sitio inmortal. Suena eso también insano. Que los turistas se sigan robando la placa de Penny Lane aunque se vendan reproducciones en chapas, platos y llaveros.

Que por eso el alcalde tuvo que removerla definitivamente para ser inscripto el nombre de la calle en piedra, ahora protegida por una lámina de acrílico, porque a Sir Paul se le ocurrió estampar su firma hace pocos días. Algo parecido a lo que pasa con la entrada al orfanato de Strawberry Fields, cuya verja original ha sido desmontada y mudada a un museo, tal como hicieron con la puerta de Lorenzo Ghiberti  del Batisterio en Florencia. Una y otra protegida: una en el Museo The Beatles la otra en Museo dell’Opera del Duomo. Quedan jipones con anteojitos de Lennon o barba de Paul o la ropa de George que recorren los sitios buscando encontrar el mantra que los ponga definitivamente en el cuadro. Quedan grupitos de chicos que recorren las calles, mezclados con las familias cuyos hijos se volvieron tan fanáticos como sus padres, o sus abuelos.

Confirmo entonces que no existe el concepto de la Liverpool sin los Beatles como Florencia no podría ser concebida sin los protegidos por los Medicci. La sombra se pasea por donde uno transite y cualquier calle se convierte en un museo al aire libre. Y desde la fe, surgen las preguntas: ¿Cuántas veces pasaron por esta esquina? ¿Habrán venido a esta heladería? Todo, aún en el presente, reducido a lo mismo. Todo remitido a su manifestación omnisciente, como la presencia del Supremo en una iglesia. Todo parece encajar en su punto por la Mano Hacedora y acrecienta la pulsión que inició en aquella tarde porosa para los tiempos del post. Cuando sus discípulos citan el evangelio de la palabra de Lennon, soltada como al pasar en ese último concierto, el 30 de enero de 1969 en la terraza de Apple Records, cuando quien escribe esto tenía trece días de vida: “Quisiera darles las gracias en nombre del grupo y del mío propio y espero que hayamos pasado bien la prueba”. 

Primer gerente de los Beatles Sam Leach con Dick Matthews, John Lennon y George Harrison en el Palais Ballroom, Aldershot (Foto: Paul McCartney)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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